México, junio de 1970.
El sol del mediodía cae sobre el césped del Estadio Azteca como un reflector
divino. La pelota rueda, pero no parece obedecer a las leyes normales del
juego: se desliza como si siguiera una partitura secreta, una sinfonía escrita
por cinco directores de orquesta en la misma cancha.
El público, con sombreros y banderas, no está viendo un simple partido de fútbol,
está presenciando la consagración de un estilo, la materialización de un sueño
colectivo: el Brasil de los cinco
“10”.
Aquel equipo no solo ganó la Copa del Mundo, la
tercera Jules Rimet para
Brasil, sino que lo hizo con una superioridad aplastante. Pelé, Jairzinho, Gerson, Tostão y
Rivelino eran todos, en sus clubes, el número “10”, la camiseta
reservada al creador, al genio, al que dicta el ritmo y decide el destino de
los partidos. Pero bajo la batuta de Mario
Lobo Zagallo, todos renunciaron a ser la única estrella para
convertirse en un sol colectivo que deslumbró al mundo entero.
LOS CINCO “10”
PELÉ- O REY
Para
1970, Edson Arantes do Nascimento, conocido universalmente como Pelé, ya
no necesitaba presentaciones. Había sido campeón del mundo en 1958 con apenas
17 años, deslumbrando a Suecia con su desparpajo juvenil y en 1962 había vuelto
a tocar la gloria en Chile, aunque una lesión temprana lo dejó fuera del
protagonismo del torneo. Sin embargo, el Mundial de Inglaterra 1966 le dejó una
herida profunda: víctima de un juego brutal y de una permisividad arbitral que
hoy sería impensable, Pelé salió lesionado en la fase de grupos y frustrado,
anunció que no volvería a disputar una Copa del Mundo.
Pero el
destino es caprichoso y Brasil, tras el fracaso inglés, inició una renovación
que culminó con la llegada de Mário Lobo Zagallo al banquillo y una generación
de talentos irrepetibles. El llamado para liderar este ejército dorado volvió a
llegar a Pelé y el Rey aceptó. Tenía 29 años, una edad en la que muchos
pensaban que su reinado comenzaba a apagarse, pero él llegó a México con el
alma encendida y la determinación de demostrar que, aunque el tiempo avanza, la
grandeza es eterna.
Jairzinho - El Huracán Imparable
En un equipo que parecía una galería de arte,
lleno de pintores, escultores y poetas del balón, Jair Ventura Filho, conocido como Jairzinho, era la tormenta que arrasaba todo a su
paso. No era simplemente rápido: era una explosión controlada, un atleta con la
potencia de un velocista y la frialdad de un francotirador. Su físico
imponente, su zancada poderosa y su instinto asesino lo convirtieron en el
depredador más letal de México 70.
Llegaba al Mundial como heredero de una
leyenda: en el Botafogo, había ocupado el lugar que dejó Garrincha, ídolo
inmortal del club y del fútbol brasileño. No era tarea sencilla, pero Jairzinho
no trató de imitarlo; creó su propio estilo. Donde Garrincha era regate y
picardía, Jairzinho era fuerza y verticalidad pura. Su apodo de Furacão da Copa (Huracán del Mundial) nació
allí, en México, donde nadie pudo detenerlo.
Gerson — El Cerebro Silencioso
Mientras el Brasil de 1970 deslumbraba con
velocidad, fantasía y virtuosismo, había un hombre que lejos de las cámaras y
el brillo inmediato, mantenía el pulso y la calma del equipo. Ese era Gérson de Oliveira Nunes, conocido
simplemente como Gérson, el
motor invisible y el cerebro sereno que orquestaba la maquinaria ofensiva de
aquella leyenda.
Originalmente, Gérson llegó a la selección brasileña como un número “10”
tradicional, el jugador creativo encargado de hacer jugar al equipo. Pero bajo
la dirección de Zagallo, su rol evolucionó para convertirse en un mediocampista
completo, capaz de combinar la creación con la recuperación y la distribución.
Fue un adelantado a su tiempo, un jugador con visión panorámica que no solo
pensaba en la jugada inmediata, sino en la construcción paciente y segura del
ataque.
Sus pases eran a menudo precisos como un bisturí,
con su zurda mágica, rompía líneas, conectaba defensa con ataque y lanzaba
balones que abrían las defensas rivales como un cuchillo el aire. Gérson era el
metrónomo que mantenía el ritmo perfecto entre la libertad creativa de Pelé,
Jairzinho y Tostão y la solidez táctica del equipo.
Tostão — El Estratega de Oro
En la constelación brillante que fue el Brasil
de 1970, Eduardo Gonçalves de Andrade,
conocido como Tostão,
brillaba con una luz especial, distinta a la de sus compañeros pero igualmente
indispensable. No era el más rápido, ni el más fuerte, ni el más espectacular
en el regate. Sin embargo, poseía un talento aún más valioso: una inteligencia
futbolística fuera de serie que lo convertía en un verdadero estratega dentro
del campo.
Tostão era un delantero cerebral, dotado de una capacidad para leer el
partido que pocos podían igualar. Sus movimientos no eran producto del azar ni
de la improvisación: cada desmarque, cada pase, cada posición que ocupaba en el
terreno respondía a un análisis profundo de la situación. Anticipaba las
intenciones del rival y buscaba espacios invisibles para los demás.
Su asociación con Pelé era una danza perfecta:
mientras el Rey recibía y distribuía, Tostão se movía con precisión para abrir
líneas, servir como opción de pase o lanzar pases filtrados que parecían
predecir el destino de la jugada. Esa conexión cerebral entre ambos fue uno de
los pilares del ataque brasileño, capaz de desarmar incluso las defensas más
cerradas.
Rivelino — La Zurda Mágica
En el Brasil de 1970, donde cada jugador era una
joya en el mosaico perfecto del jogo bonito,
destacaba un talento singular que con su pierna izquierda escribía capítulos de
magia pura: Roberto Rivellino,
conocido simplemente como Rivelino. Su
bigote característico, ya icónico, era solo la punta de un iceberg que ocultaba
un arsenal técnico capaz de desatar tormentas sobre cualquier defensa rival.
Además de su capacidad para anotar, su control
exquisito del balón y su técnica depurada le permitían manejar los ritmos del
partido, quebrar defensas cerradas con regates sorprendentes y cambiar el rumbo
de un juego con una sola jugada. Era, sin dudas, una variante ofensiva
inagotable y esencial para la magia colectiva de aquel Brasil.
La Sinfonía De Zagallo
En la historia del fútbol, pocas decisiones han
sido tan audaces y tan exitosas como la que tomó Mário Jorge Lobo Zagallo al preparar a Brasil para el
Mundial de 1970: alinear en un mismo once a cinco “10” puros, es decir, cinco futbolistas
acostumbrados a ser el eje creativo y la estrella de sus equipos. Para la
mayoría de los entrenadores de la época, aquello era una herejía táctica. Se
temía que los egos chocaran, que el equipo quedara desequilibrado en defensa y
que la anarquía reinara en el campo.
Pero Zagallo no era un técnico común, sabía lo
que significaba ganar un Mundial, porque ya lo había hecho dos veces como jugador (1958 y 1962) y
conocía de primera mano el valor del talento brasileño. Su intuición le decía
que si lograba que esas cinco estrellas renunciaran al protagonismo individual
para integrarse en un engranaje colectivo, Brasil no solo ganaría, sino que
haría historia.
Zagallo comprendía que el fútbol estaba entrando en una nueva era, el físico
empezaba a ganar protagonismo, las tácticas se volvían más rígidas y muchos
equipos apostaban por el orden defensivo como prioridad. Él decidió ir en la
dirección opuesta: en lugar de limitar a sus jugadores creativos, les dio
libertad, pero dentro de un plan meticulosamente diseñado.
El sistema que ideó era fluido y camaleónico. Oficialmente,
Brasil se alineaba en un 4-3-3, pero en la práctica, las posiciones eran
flexibles:
·
Pelé
se movía entre la media punta y el área rival.
·
Tostão
alternaba como segundo delantero o falso “9”.
·
Jairzinho
atacaba desde la banda, pero podía aparecer como ariete.
·
Gérson
controlaba el tempo desde el mediocampo, con libertad para avanzar.
·
Rivelino
podía arrancar como interior izquierdo o lanzarse al ataque para sorprender.
Bajo su batuta, estos cinco “10” se convirtieron en una orquesta perfecta:
cuando uno subía, otro retrocedía; cuando un lado atacaba, el otro equilibraba.
No existían zonas del campo huérfanas, porque la lectura de juego de sus
futbolistas era tan alta que sabían cuándo y dónde debían estar sin necesidad
de órdenes continuas.
En cada partido, Brasil parecía estar
adelantado a su tiempo. Las rotaciones, la velocidad en la circulación de balón
y la capacidad de adaptación en pleno juego eran cualidades que se verían
décadas después en equipos de élite, pero que en 1970 resultaban casi
revolucionarias.
Brasil compartió grupo con Checoslovaquia, Inglaterra y Rumanía. Ganó todos sus partidos, incluyendo el legendario 1-0 ante los ingleses, donde Gordon Banks hizo “la atajada del siglo” a cabezazo de Pelé.
En cuartos, vencieron 4-2 a Perú en un duelo de ida y vuelta. En semifinales,
se cobraron revancha contra Uruguay con un 3-1 que cerró Jairzinho. Y en la
final, aplastaron 4-1 a Italia, culminando con el gol más colectivo de la
historia: Clodoaldo driblando,
Pelé pausando, Carlos Alberto definiendo.
Legado y Eternidad
El Brasil de 1970 no fue simplemente un campeón
del mundo, fue un fenómeno cultural, un punto de referencia eterno en la
historia del deporte. Aquella selección no solo levantó un trofeo, elevó el
fútbol a la categoría de arte. Sus victorias no se contaban únicamente en
goles, sino en emociones, en imágenes que quedaron grabadas en la memoria
colectiva.
Durante décadas, entrenadores, jugadores y aficionados de todo el planeta
han buscado medir la belleza del fútbol tomando como espejo a aquel equipo. Su
estilo, bautizado como “jogo bonito”, no era un
eslogan vacío, era la encarnación de un fútbol ofensivo, alegre, libre, pero al
mismo tiempo tácticamente inteligente. Brasil 70 demostró que se podía ganar
con autoridad sin sacrificar la estética y que la poesía y la eficacia no
estaban condenadas a ser opuestas.
El triunfo en México significó mucho más que un tercer campeonato mundial. Según
el reglamento de la FIFA, el primer país que lograra ganar tres Copas del Mundo
se quedaría con el trofeo Jules Rimet de forma definitiva. Con la victoria
sobre Italia, Brasil cumplió esa hazaña y llevó el trofeo a casa para siempre.
La imagen de Pelé alzando la copa en el Estadio Azteca, rodeado de sus
compañeros, se convirtió en uno de los retratos más icónicos del deporte
mundial.
La huella de Brasil 70 no se limita a los libros de historia ni a los
archivos de video, su legado vive en cada jugador que intenta un regate
atrevido, en cada equipo que prioriza el ataque, en cada niño que sueña con
marcar un gol y celebrarlo con una sonrisa. Figuras como Zico, Ronaldinho,
Neymar o incluso estrellas internacionales de otros países han reconocido la
inspiración que encontraron en aquel equipo.
Incluso el fútbol europeo, históricamente más
rígido y táctico, incorporó ideas nacidas de aquel Brasil: la movilidad
constante, el intercambio de posiciones y el valor de la creatividad como arma
principal.
El mejor De Todos Los Tiempos
Medio siglo después, la pregunta sigue
surgiendo: ¿ha existido un equipo mejor que el Brasil de 1970? Muchos lo han
intentado, algunos han estado cerca, pero la respuesta para millones de
aficionados sigue siendo la misma: NO. Porque lo que lograron no fue solo ganar
todos sus partidos y marcar goles espectaculares, fue conquistar la imaginación
del mundo entero.
Cada vez que alguien pronuncia las palabras “jogo
bonito”, la mente viaja inevitablemente a México, a ese sol
radiante sobre el Estadio Azteca, a Pelé, Jairzinho, Gérson, Tostão, Rivelino…
y a la sonrisa de un país que, por 90 minutos, parecía danzar sobre el planeta.